En artículos anteriores de esta serie dedicada a la calidad, he comentado el cambio de perspectiva ocurrido en las últimas décadas, hacia el exterior de la organización, de modo que se viene tratando de integrar la voz del cliente desde el diseño del producto hasta su control tras la entrega del bien o la prestación del servicio.
Bien, si entendemos esta voz del cliente, como la voz del ciudadano en una sociedad regulada, es posible que sea la
Administración quien se encargue de recoger sus necesidades y definirlas en
forma de requisitos
legales, de modo que algunas (o todas) de las características
del producto se conviertan en “de obligado cumplimiento” por el fabricante o
prestador del servicio, o por extensión, por quien lo comercialice, en
beneficio de toda la comunidad (compradores, clientes, usuarios o consumidores). Y de este modo, la Administración pasa a
corresponsabilizarse de la labor de control de la calidad.
Claro está, que la Administración sólo debería limitarse a
regular aquellos requisitos de calidad del producto que sean necesarios para
garantizar unos mínimos aceptables para una sociedad más o menos desarrollada.
En este sentido, los gobiernos de los países más desarrollados vienen
legislando requisitos mínimos de los productos en el ámbito de su seguridad, de
su impacto ambiental, de información al comprador o usuario, etc.
De esta forma, estos
requisitos legales se convierten en unas reglas mínimas de juego para quien quiera operar en un determinado
mercado o sector. Piénsese, por ejemplo en el sector de la alimentación: como
mínimo, que sea seguro consumir el alimento, que esté bien informado de sus
ingredientes o normas de conservación y empleo, que los materiales de envasado
sean reciclables o recuperables, o cuando menos, se asuma el coste de su
eliminación, etc.
Sin embargo, al ser unas reglas comunes para todos los que operan el mismo mercado o sector, cumplir con tales requisitos legales sólo significa cumplir con los mínimos exigibles, y todo buen responsable de marketing sabe que la clave, en estos tiempos revueltos que corren, está en diferenciarse.
Y siendo cierto que ya no compraríamos un producto
alimentario que no garantice su salubridad (higiene, seguridad,
conservación...), y por tanto, sus mínimos aceptables, también es cierto que
todos estamos dispuestos a pagar un poco más (cada cual, en la medida de sus
posibilidades económicas), por un producto alimentario que nos ofrezca alguna
característica de calidad que valoremos (es más sano, es más nutritivo, es más
cómodo de transportar, conservar o preparar, está contenido en un envase menos
perjudicial para el medio ambiente, etc.), y por tanto, sigue siendo necesario
integrar la voz del cliente más allá de los mínimos impuestos por la ley.
De hecho, lo ideal sería que tales requisitos no fueran exigidos legalmente, sino que fueran los propios operadores del mercado, quienes voluntariamente los asumieran y se los obligaran. Y es en este punto, y como consecuencia de este razonamiento (y de otros que ya argumentaré), donde surge la normalización (también llamada estandarización), como forma voluntaria de los implicados en un producto o servicio, para establecer otras especificaciones para los productos que permitan, no sólo satisfacer las demandas básicas de consumidores y usuarios, sino facilitar el intercambio de los productos (incluso transnacionales) y la cooperación tecnológica intersectorial (fabricantes de folios, de impresoras, de aparatos de fax, de fotocopiadoras, de encuadernadoras, imprentas, etc., todos interesados en normalizar los tamaños de los folios).
De este tema seguiré comentando en mi próximo artículo de
esta serie.
Más información| Lecciones sobre el
concepto de calidad
Imagen|Textos Legales
Imagen|Folios
Imagen|Huevos
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